domingo, 2 de noviembre de 2008

Soberanía y elecciones

Uno de los elementos definitorios del Estado es el concepto de soberanía. La soberanía ha tenido una importante evolución desde el surgimiento de los primeros Estados-Nación, cuando desde la doctrina de Bodin, se la consideraba de manera absoluta, como una suerte de capacidad ilimitada para hacer lo que se estimara necesario para el logro de los intereses del Estado. Sencillamente, sobre la voluntad del Estado no podía existir nada. El viejo paradigma de estimar que la soberanía es un atributo absoluto tiene que olvidarse. Modernamente, invocando su soberanía, el Estado no puede hacer lo que le dé la gana. Antiguamente eso podía ser una verdad irrefutable; pero ahora, intentar mantener o defender semejante postura podría ser revelador de un atavismo, además de ser profesional o científicamente impresentable. Con el paso del tiempo se advirtió en la conciencia humana colectiva que semejante falta de control era contraproducente, y comenzaron a surgir algunos límites a la soberanía.

La creación de tribunales internacionales –arbitrales o jurisdiccionales–, la constitución de organizaciones internacionales y la codificación del derecho internacional –junto con la emergencia de las normas que conforman el ordre public internacional– son evidencias incuestionables de que la soberanía ya no es el viejo paradigma, sino que tiene límites dentro de los cuales se circunscribe y se define. La soberanía clásica está fuera de toda mentalidad moderna. En la actualidad la soberanía tiene contenidos mucho más limitados, sin embargo, sigue sirviendo para resguardar la independencia del Estado. En el caso de El Salvador, el artículo 83 de la Constitución lo declara como un Estado soberano, estableciendo, además que el pueblo la ejerce dentro de los límites que dispone la misma Constitución.

El 18 de septiembre de 2008, la Señora Canciller pronunció un discurso ante el American Enterprise Institute for Public Policy Research –Instituto Empresarial Americano para la Investigación de la Política Pública–. El tema que convocaba dicha reunión era Los Peligros del Populismo: Lugares Candentes en América Latina; y la expositora principal era, precisamente, la Canciller salvadoreña.

En su discurso, la Señora Canciller comenzó por destacar los progresos de América Latina en general, diciendo de entrada que todos, excepto uno de los países del hemisferio, clasifican como gobiernos democráticamente electos, lo que es una expresión muy común de la diplomacia para aludir a Cuba. Luego se refirió a los progresos realizados por El Salvador, y particularmente los vínculos que unen amistosamente a El Salvador con Estados Unidos: la vigencia del CAFTA-DR, el acercamiento con la Corporación para los Desafíos del Milenio para el desarrollo del norte salvadoreño, la asistencia económica de los Estados Unidos posterior a los terremotos de 2001, el estatus de protección temporal para decenas de miles de salvadoreños que viven en situación migratoria irregular dentro de Estados Unidos, la contribución militar directa en Iraq, la participación de El Salvador en el Líbano como misión de cascos azules de Naciones Unidas y como misión de mantenimiento de paz en Haití y en países del África subsahariana, la conversión del Aeropuerto Internacional “El Salvador” en una base militar para el combate del narcotráfico, el servir como sede para la Academia Internacional de Policías –ILEA– y el deseo por trabajar en la implementación de la “Iniciativa Mérida”. Y lleva razón la Canciller, los vínculos entre Estados Unidos y El Salvador son muy estrechos. Por eso no dudó en afirmar que El Salvador es quizás, si no el más cercano, uno de los más cercanos aliados de los Estados Unidos en la región (ver vídeo).

Inmediatamente después dirigió su atención al resto de América Latina donde destacó un creciente sentimiento anti-estadounidense, y citó como ejemplo el acontecimiento de la declaratoria como persona non-grata de dos embajadores estadounidenses, uno en Bolivia y otro en Venezuela, así como el retraso que hubo en la ceremonia de presentación de credenciales diplomáticas de otro funcionario estadounidense. A esto agrega que hay un también creciente sentido de culpabilización en contra del neoliberalismo, y sin citar nombres –como se estila en la buena práctica diplomática– criticó la existencia de líderes populistas que, en el nombre de sus pueblos, nacionalizan activos y recursos, establecen controles estatales a la producción y el comercio, e implementan una colección de irresponsables e insostenibles subsidios (¿estaría pensando la Señora Canciller en los subsidios oprobiosos asignados a los empresarios de buses y microbuses en El Salvador?), y finalmente cuestionó ciertas acciones de política exterior que pueden alterar a la región, en clara referencia a recientes decisiones soberanas de Venezuela. Y en un ejercicio de etiología política sugirió que todo lo anterior se debe a un cambio en las prioridades de la política exterior de los Estados Unidos, ocurrido como resultado de los ataques del 9/11, por lo que llamó a Estados Unidos a hacer más...

Pero ¿qué entendió la Señora Canciller por hacer más? Su discurso, hasta este punto, pudo haber salido bien librado, sólo soportando diferencias de enfoque, lo que es normal. Lo que no debió haber realizado –no al menos siendo Canciller, y por tanto, representando al Estado de El Salvador– es una valoración político-electoral sobre las decisiones libres que han adoptado los pueblos de América Latina, y especialmente las que pueden adoptarse en El Salvador. Yo me pregunto: si a su juicio todos los gobiernos de América Latina, con excepción del cubano, son democráticamente electos –como ella mismo lo dijo al inicio de su discurso– entonces ¿cuál es el problema con dichos gobiernos? Parece que en su discurso la democracia sólo es buena si produce gobiernos de un signo, y deplorable cuando produce gobiernos del signo opuesto. No es la democracia como valor lo que la Canciller considera, sino el signo político resultante de su ejercicio. Y eso es lo grave, porque, luego de considerar que El Salvador es un “aliado” de los Estados Unidos, expresa su temor por un eventual cambio en el signo del gobierno como resultado de las elecciones de 2009.

Precisamente la Señora Canciller en su discurso enfatizó que perder El Salvador será una situación irremediable para la seguridad nacional y el interés tanto de El Salvador como de Estados Unidos. ¿Qué quieren decir esas frases? La Canciller se refiere a la pérdida de El Salvador, lo que supone advertir que El Salvador ha sido “ganado” previamente y que hay un acontecimiento que puede poner en riesgo la situación actual y conducir a esa “pérdida”. Esto lo afirma la Canciller luego de hablar sobre las elecciones municipales, legislativas y presidenciales que viviremos en El Salvador en el año 2009, y de destacar que el FMLN representa la ortodoxia de la guerrilla y que algunos de sus líderes poseen vínculos estrechos con las FARC –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia– o con la ETA –Euzkadi Ta Askatasuna, que en español significa País Vasco y Libertad–. En el escenario y contexto electoral en el que la Canciller habla, “perder El Salvador” significa, más exactamente, que Mauricio Funes sea electo Presidente de la República y el FMLN controle o tenga una importante capacidad de decisión en la Asamblea Legislativa y en los principales gobiernos locales. Lo anterior se clarifica aún más cuando al final de su discurso señala que El Salvador ahora está confrontando su propio riesgo, y que las elecciones presidenciales y legislativas del 2009 serán cruciales. Si el poder va para las manos equivocadas, dice la Señora Canciller, El Salvador puede muy bien ser el próximo fracaso populista en el hemisferio. Si acudimos a los resultados de las encuestas vigentes para el momento del discurso, parece que el rompecabezas se arma con facilidad.

Lo más peligroso de su discurso, además, se encuentra cuando afirma que “perder El Salvador” –con los alcances que ya señalé– producirá inestabilidad en el país y en los países vecinos y tendrá el potencial de hacer que El Salvador retroceda 30 años en la historia, cuando Centroamérica estaba en conmoción política. Para ello, citó un extracto de un discurso pronunciado por el ex Presidente Ronald Reagan en el que dijo que la seguridad de los Estados Unidos estaba en juego en El Salvador. ¿Qué quiere decir la Señora Canciller con estas expresiones? Hace 30 años lo que sucedió fue un golpe de Estado y el estallido de una guerra civil, hace 30 años lo que había era una supeditación del poder civil respecto del poder militar; y cuando el ex Presidente Reagan hizo tales afirmaciones, la cooperación económica de los Estados Unidos se dirigía esencialmente para el armamentismo y el militarismo. Ojalá que su alocución no sea un llamado hacia el pasado (ver vídeo).

Claramente la Señora Canciller olvidó que, al momento de tomar posesión de su cargo, hizo un juramento en virtud del cual se comprometía a cumplir y hacer cumplir la Constitución de la República, prometiendo, además, el exacto cumplimiento de los deberes que el cargo le impone. Y el incumplimiento de la Constitución viene, precisamente, porque su artículo 218 dispone que “los funcionarios y empleados públicos están al servicio del Estado y no de una fracción política determinada”. Si algo puede la Canciller hacer en todos los foros a los que sea invitada es requerir una supervisión internacional amplia, plural, independiente y efectiva, para que sirva como garantía colectiva y resguardo del adecuado funcionamiento del proceso electoral, esencia más básica de la democracia, porque ese sí es un interés del Estado. Lo que no le está permitido es desdeñar de un posible resultado que el pueblo salvadoreño adopte que sea contrario a los intereses del partido político con el que ella simpatiza.

Eso tiene un nombre: política partidaria. Y precisamente el mismo artículo 218 de la Constitución prohíbe a los funcionarios y empleados públicos prevalerse –que según el Diccionario de la Real Academia Española supone “valerse o servirse”– de sus cargos para realizar política partidaria. Los funcionarios y empleados públicos no es que se encuentren inhibidos a tener su propia identificación político-partidaria, pero al desempeñar su cargo deben hacerla a un lado para actuar en el mejor interés del Estado. Esto se refuerza, en el caso de El Salvador, porque los partidos políticos sólo tienen un rol instrumental para acceder al poder político (artículo 85 de la Constitución).

Si la actuación de la Canciller es inconstitucional por violentar la prohibición del artículo 218 de la Constitución, lo es más grave aún porque en lugar de defender nuestra soberanía, que es lo esperable y deseable de todo funcionario, la ha debilitado. Como expresé en un inicio, el artículo 83 de la Constitución determina que El Salvador es un Estado soberano, y ello supone que el pueblo –fuente de emanación del poder– la ejerce dentro de los límites que la Constitución dispone. Dentro de esos límites se encuentra el de acudir regularmente a elecciones periódicas para escoger a los funcionarios de elección popular. Es decir, el pueblo salvadoreño ejerce su soberanía, entre otras maneras, decidiendo quién o quiénes serán sus funcionarios de elección popular. El resultado de ejercitar este derecho, en especial cuando implica alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República, es un fortalecimiento de la democracia, y nunca un riesgo, como lo calificó la Señora Canciller.

El artículo 88 de la Constitución dispone que la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y del sistema político establecidos. Sería deseable que este valor constitucional, columna vertebral de la estabilidad política del Estado, formara parte de la cultura constitucional de los funcionarios públicos, en especial de aquellos de más alto nivel político. Si los valores constitucionales no están asentados en la mentalidad de los funcionarios –y de los ciudadanos que deben ser los permanentes contralores de su desempeño– la existencia firme del Estado de Derecho será sólo una ilusión, el último aliento de esperanza de un puñado aislado de soñadores.

Esta experiencia demuestra la debilidad de la institucionalidad salvadoreña en lo que se refiere a la defensa del ordenamiento constitucional. No hay entidad alguna, ni procedimiento de contrapeso político, que funcione operativamente para garantizar la vigencia del artículo 218 de la Constitución cuando es violentado por un acto concreto de un funcionario o empleado público, aunque normativamente los artículos 237 y 271 del Código Electoral pretendan resguardar la Constitución estableciendo consecuencias jurídicas desagradables para el infractor. No obstante los avances democráticos de El Salvador, lo electoral sigue siendo una enorme debilidad.

Todo proceso electoral genera tensiones, expectativas, preocupaciones, y en fin, una serie de trastornos que afectan la vida cotidiana. Es normal que los aspirantes a cargos públicos de elección popular apuntalen todos sus esfuerzos por lograr el triunfo electoral. Además de lo meramente competitivo hay mucho de apasionamiento en los ánimos de todos. Lo que no es deseable es que un proceso electoral se instrumentalice de tal manera que pueda llegar a convertirse en una amenaza para la soberanía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

mnmn bueh n0 convence mucho pero bueh yo taba buscando otra informacion relacionada con esto nad mal....

Anónimo dijo...

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