sábado, 27 de octubre de 2007

La Impunidad

La palabra impunidad evoca una situación muy concreta: no establecer una pena cuando ésta es procedente. Si el Estado de Derecho implica el imperio de la ley y la consecuente sujeción de la voluntad estatal al marco jurídico, la impunidad podría entenderse como la negación del Estado de Derecho. No hay más que decir. El combate a toda forma de impunidad, del ayer, del hoy y del mañana, debe ser uno de los puntos centrales de un Plan de Gobierno que pretenda ser exitoso: ¿Qué sucedería a un Presidente si los factores reales de poder lo mueven hacia un terreno que funcione al margen de la ley? Perdería toda credibilidad y legitimidad. La fuerza de un Presidente descansa en la aplicación de la ley, en el cumplimiento indefectible de la misma. Por eso se llama Órgano Ejecutivo, y por eso su primera atribución/obligación constitucional es, justamente, cumplir y hacer cumplir la Constitución, los tratados, las leyes y demás disposiciones legales (Artículo 168.1 Constitución). La impunidad desarticula la institucionalidad de un país y envenena la calidad de su democracia: ¿O acaso ya olvidaron los salvadoreños y las salvadoreñas que la Ley de Integración Monetaria (dolarización) existe gracias a la impunidad en la que se preservaron ciertos delitos cometidos por un Diputado?

La impunidad es perniciosa para una sociedad porque rompe la credibilidad y la confianza en la legalidad. Al garantizar la impunidad, los conflictos sociales serán solucionados siempre en favor de quien tenga más poder político, económico o social. Es muy claro, entonces, quién o quiénes son los interesados en el mantenimiento de un régimen de impunidad. Por otra parte, la impunidad tiene múltiples formas de operar, desde la inutilidad del sistema de justicia, por ignorancia, corrupción o desidia, hasta llegar a su manifestación más perversa que es la creación de un régimen legal que la apoye y justifique. Esta es la situación más grave precisamente porque el Estado, que a lo largo de la historia expropió los conflictos humanos para justificar la existencia de la Administración de Justicia, ahora usa uno de sus instrumentos más valiosos -la ley- para negar una de sus razones de existencia. En realidad la impunidad es un suicidio del sistema político. Debería preocupar en exceso a quienes tienen un mínimo interés por las cosas públicas. En el caso de El Salvador, ello pasó con la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz (en adelante "Ley de Amnistía").

La Ley de Aministía es un fantasma, en un doble sentido: primero porque como buen fantasma, no es más que la recreación -más o menos consciente- de un muerto entre los vivos; segundo porque es algo que despierta los miedos y temores, como el fantasma que a mediados del siglo XIX recorrió a Europa. La Ley de Amnistía fue creada como reacción del Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, memorable documento atinadamente llamado "De la Locura a la Esperanza", para brindar una sábana protectora de impunidad a quienes ahí resultaban señalados; en el calor de los acontecimientos hubo un miedo generalizado a la acción de la justicia; los unos asustaron a los otros (a veces con razón, pero la mayoría de las veces sin razón), y todos concurrieron eufemísticamente, raudos y veloces, a invocar su procedencia bajo el supremo propósito de consolidar la paz. Una paz "consolidada" sobre la base de la impunidad corre el riesgo de ser ruin o espuria.

Olvidan algunas personas, especialmente aquellas que hoy pretenden levantar como triunfante escudo a la Ley de Amnistía, que la Sala de lo Constitucional mediante la Sentencia de Inconstitucionalidad 24-97 y 21-98 (acumulados) dijo muy claramente que la amnistía concedida ... es aplicable únicamente en aquellos casos en los que... no impida la protección en la conservación y defensa de los derechos de la víctima o sus familiares, es decir cuando se trata de delitos cuya investigación no persigue la reparación de un derecho fundamental. De esta manera no es cierto que sea necesaria una derogación de la Ley de Amnistía para juzgar a los culpables de las violaciones a los derechos humanos sucedidas en el pasado reciente. Lo que es necesario es la valentía de los jueces y fiscales. Me parece que yerran quienes siguen pensando en la derogación de dicha ley. La Ley de Amnistía, para los efectos de la historia, ya está muerta; invocar su derogación como condición sine qua non para proceder a los juicios que aún se deben, es un error de ingenuidad (naïve) o un error de mala fe. De cualquier manera es invocar a un fantasma.

La otra manera de entender mi afirmación sobre que la Ley de Amnistía es un fantasma, ya no atañe a su origen metafísico -como el anterior, representando la presencia de algo muerto en nuestro mundo vivo- sino a su utilización en el terreno, como una fuente para el miedo, sabiendo que el miedo paraliza a las personas. La Ley de Amnistía -lo que de ella queda- se ha convertido en una suerte de leyenda. Se pretende concebir a la Ley de Amnistía como un anatema, un asunto prohibido que es mejor no tocar ni remover, porque se descalabraría el país. Hay que preguntarse críticamente el por qué de esa afirmación. Ninguna persona señalada por el Informe de la Comisión de la Verdad podrá ser condenada si no existen pruebas suficientes que la incriminen en uno de los hechos que se le atribuyen. Así de fácil. ¿O prefieren los cultivadores de las leyendas que se sigan empleando los sistemas de justicia de otros países para llevar a juicio a esos responsables? En el criterio de tales personas el país se desmoronaría si los juicios se llevan en El Salvador, pero no si se realizaran en otros países -como ya ha comenzado a suceder- por ejemplo en Estados Unidos, Francia, Holanda o España. Además, ¿qué sucedería si los amnistiados cometieron hoy nuevos delitos por los que tuvieran que enfrentar la cárcel, así sean homicidios o desfalcos empresariales? ¿Se desmoronaría igualmente el país? Este último argumento revela la falacia que encubre a la leyenda, y explica que la alusión a la Ley de Amnistía es sólo para meter miedo.... O mejor aún, es para garantizar la impunidad de unos a partir del miedo de los otros.

Una delegación gubernamental salvadoreña recientemente visitó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH) para dar seguimiento a las recomendaciones derivadas del caso relacionado con el asesinato de Monseñor Romero, en el cual el Estado fue requerido a juzgar a los responsables. Ese caso recibió en el año 2000 un informe final (número 37/00) en el que el Estado fue hayado responsable de la violación al derecho a la vida del Obispo Mártir. Esta reciente audiencia, convocada para evaluar el cumplimiento de las recomendaciones de la CIDH, fue utilizada por la delegación gubernamental para plantear dos argumentos contradictorios, por una parte dijo que niega su responsabilidad en la muerte de Monseñor Romero, pero por la otra que hay un diálogo entre el Gobierno y el Arzobispado que eventualmente podría culminar con un acuerdo sobre el caso.

El "ABC" del litigio de casos indica que la discusión sobre la responsabilidad ya está cerrada, lo que ahora toca es cumplir con las recomendaciones, que fueron tres: hacer justicia evitando la impunidad, reparar las consecuencias incluyendo una indemnización, y adecuar la legislación interna dejando sin efecto la Ley de Amnistía. De todo esto, lo único que tal vez puede llegar a negociarse en un eventual acuerdo entre el Gobierno y el Arzobispado es la modalidad en la que el Estado debería pedirle perdón a la Iglesia Católica en el marco de la reparación de las consecuencias del crimen, pero el tema de la impunidad no es objeto de negociación, es un asunto del ordre public internacional donde no cabe acuerdo en contrario. A propósito, un buen punto a favor del Estado sería informar a la CIDH que por efecto de la Sentencia de Inconstitucionalidad 24-97 y 21-98 (acumulados) la Ley de Amnistía no puede más ser utilizada para mantener la impunidad a las graves violaciones a los derechos humanos sucedidas durante el período que cubre.

En todas partes de América Latina, donde han existido amnistías y autoamnistías, la historia demuestra que su superación ha contribuido a que las sociedades crezcan en sentido democrático y en imperio de la ley, y ninguna se ha deteriorado por llevar a juicio a los responsables de las violaciones graves a los derechos humanos cometidas durante el pasado reciente. El sistema político salvadoreño debería darse la oportunidad de renacer libre de temores, miedos y fantasmas; el sistema político salvadoreño debe fortalecer el Estado de Derecho, eliminando toda forma de impunidad. Sólo así podremos empezar a recuperar el ideal de rumbo que nos merecemos como país.

domingo, 14 de octubre de 2007

Un nuevo aniversario

Hace 28 años, el 15 de octubre de 1979, un grupo de militares jóvenes materializó el último golpe de Estado que registra nuestra historia, ello implicó el inicio del fin del control militar del aparato del poder público, y aunque existía con efervecencia el caldo de cultivo del conflicto armado interno que vivió El Salvador, también sentó las bases para el cambio de cultura política, hacia una más volcada en el constitucionalismo, que sólo hasta el final del conflicto y con la firma de los Acuerdos de Paz comenzó a echar raíces. Es deseable que también ya haya comenzado a echar frutos y flores.

El Golpe de Estado se dirigió contra la figura del General Carlos Humberto Romero, último Presidente que provenía de las estructuras militares salvadoreñas, y su gobierno. Su propuesta política, denominada Bienestar para Todos, era un cuidado paliativo para la muy dramática situación social y económica de la mayoría de la población, con poca o nula capacidad de implementación, tomando en cuenta la radicalidad desnuda de la oligarquía salvadoreña de ese momento, todavía representativa de las muy sonadas "14 familias". El poder político de la época carecía de los espacios necesarios para ejercer su mandato constitucional de manera autónoma: cualquier iniciativa gubernamental, especialmente de índole social o económica, que no contara con la venia de los 14 jefes de aquellas familias estaba condenada a fracasar.

Luego de revisar algunos documentos, creo que el General Romero tenía, al menos, intenciones de hacer algo diferente. No puedo interpretar de otra manera uno de los actos de política exterior que realizó, en el día 75 de su mandato; me refiero a las instrucciones que giró y que materializó el entonces Representante Permanente de El Salvador ante la Organización de los Estados Americanos (Francisco Bertrand Galindo, padre), en el sentido de invitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para visitar El Salvador "a fin de que preste su valiosa contribución a la promoción de los Derechos Humanos", como rezaba la nota de aquel venerable 14 de septiembre de 1977. Pero los pocos márgenes de maniobra con los que contaba el General Romero no le permitieron hacer un desempeño que estuviera a la altura de las circunstancias cuando aquella visita se realizó. Ante la pregunta formulada por la CIDH de si el ahora fallecido Ingeniero Napoleón Duarte -entonces exiliado- podría volver a El Salvador, su respuesta fue categóricamente negativa; y al ser cuestionado sobre la operatividad del grupo ORDEN, su respuesta no fue otra que reconocerse como el padre putativo de la criatura.

Es ahí donde tienen sentido dos frases que se encuentran en la Proclama de la Fuerza Armada; ese valiosísimo documento caracterizó al gobierno que derrocaba como violador de los derechos humanos del conglomerado, y como un profundo desprestigiador del país y de la institución armada. El Gobierno había convertido a las Fuerzas Armadas (y a los cuerpos de seguridad, que le estaban funcionalmente ligados) en entes de represión. Ante la imposibilidad de introducir cambios que impactaran en la etiología de los problemas socioeconómicos de millones de salvadoreños y salvadoreñas, el único rol que le quedaba era el uso de las armas. Es lamentable reconocer que los gobiernos inmediatamente siguientes al Golpe de Estado no fueron capaces de contener lo que estaba ya sucediendo. La represión hacia la sociedad civil, hacia las dirigencias sindicales y campesinas, hacia el liderazgo político disidente, hacia algunos intelectuales y académicos, hacia algunos sectores y dirigentes de la Iglesia Católica, y en general hacia todo lo que tuviera la virtualidad o la sospecha de no ser fiel obediente del status quo era un objetivo militar o un objetivo de la represión. La doctrina "quitarle el agua al pez" llevó al paroxismo más agudo y a la violencia más dantesca. Las violaciones a los derechos humanos (civiles, políticos, económios, sociales y culturales) y la impunidad eran las dos caras de la misma moneda.

Lo anterior, no obstante, no deslegitima algunos de los puntos contenidos en la Proclama y que siguen teniendo una especial vigencia. El grupo de militares jóvenes impulsó un Programa de Emergencia que incluía medidas especialmente vinculadas con el ejercicio de los derechos civiles y políticos, especialmente relacionadas con el pasado inmediato a aquella época en el que la oposición había sido ejecutada, desaparecida, torturada o enviada a las cárceles o al exilio. Pero tampoco puedo pasar por alto que la Proclama contenía una estratégica referencia directa al derecho la vivienda, alimentación, educación y salud de todos los habitantes del país. Me produce una satisfactoria sensación advertir que la base conceptual en materia de derechos humanos que subyacía en los líderes del Golpe de Estado era absolutamente correcta. Los derechos humanos son un conjunto integral de contenidos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, que en algunas ocasiones, por la apremiante violencia represiva antidemocrática que se vive en un país, tienden a ser conceptualizados de una manera muy estrecha para dar especial relevancia a ciertas prohibiciones, como la del genocidio y de la tortura; y en otras ocasiones, por abierta ignorancia o pervertida maldad, son artificialmente reducidos a conceptualzaciones de mínimo contenido.

Debo indicar que la visita que realizó la CIDH culminó con un destacable informe que, por supuesto y como era de esperarse, puso un énfasis en la situación de varios derechos civiles y políticos, precisamente por la sistemática violación que enfrentaban, la que además encarnaban una cantidad muy abultada de personas, incluyendo dentro de ellas a varias figuras públicas del pasado reciente y/o de la actualidad, que para aquel entonces habían enfrentado privaciones arbitrarias de libertad, torturas, amenazas, coacciones o exilios. Pero ese informe igualmente realizó un giro copernicano en la concepción de los derechos humanos que preponderaba durante la guerra fría. Justamente en él se puede advertir la estrecha vinculación que hay entre los derechos económicos, sociales y culturales, y los derechos civiles y políticos, que juntos forman un indisoluble núcleo holístico de salvaguardas de la dignidad humana.

La Proclama dio paso a la actual Constitución, aunque el contexto del conflicto armado interno no dejó de teñirla de un sentido belicoso y conservador para la funcionalidad de aquel momento. Terminado el conflicto armado interno, los Acuerdos de Paz implicaron un proceso de reforma constitucional en algunos aspectos, principalmente devolviendo a las Fuerzas Armadas y a la seguridad pública sus razones de ser en un Estado Democrático, intentando modernizar los ámbitos electorales y de la justicia, y propiciando un escenario de resurgimiento de los derechos humanos como condición de legitimidad del poder público. Hasta cierto punto podría pensarse que los Acuerdos de Paz ofrecieron un justo adjornamiento a los propósitos establecidos en la Proclama. En realidad la orientación teleológica de la Proclama sigue siendo válida, aunque algunas de las medidas para lograr sus fines, en especial aquellas del ámbito económico, no necesariamente hayan sido siempre bien aceptadas ni implementadas. Por eso no se debe confundir el medio con el fin.

Hacer cesar la violencia y la corrupción, garantizar la vigencia de los derechos humanos, adoptar medidas que conduzcan a una distribución equitativa de la riqueza nacional incrementando, al mismo tiempo, en forma acelerada, el producto territorial bruto, y el encauzamiento positivo de las relaciones exteriores del país, que eran los cuatro lineamientos del Programa de Emergencia enunciados en la Proclama, tienen un valor de inmanencia que perdura en la historia, tienen un sentido asertivo que es transtemporal. La Proclama representa la consagración política de aquellos ideales, mientras que las reformas constitucionales realizadas en el contexto de los Acuerdos de Paz su consagración en el mundo normativo-constitucional. El paso siguiente consiste en trasladarlos de esa dimensión normativa al nivel de valores introyectados de la convivencia democrática, a convertirlos en una praxis de cotidianeidad, a consolidar una cultura constitucional.

La idea de establecer los propósitos antes mencionados como lineamientos del Programa de Emergencia no era más que una cuestión de coyuntura. En realidad esos lineamientos pueden perfectamente seguir siendo las bases de cualquier programa de gobierno en El Salvador actual, con las actualizaciones propias en algunas de sus medidas de implementación como exigencia de validación histórica. Eso sí, de un programa de gobierno que tenga una plena identidad con los fundamentos constitucionales de El Salvador, y que por lo tanto se base en el modelo antropocentrista que se planta como el frontispicio de la Constitución, según el cual el ser humano es el origen y el fin de la actividad del Estado, y éste no es más que un instrumento para la realización de los derechos humanos, creando las condiciones necesarias para su máximo ejercicio; una concepción de derechos humanos que, como la que tenían los militares golpistas de 1979, fuera holística, ampliamente reconocedora que los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales son indivisibles, interdependientes y relacionados entre sí.

Ahora que suenan nuevamente los rumores de la campaña electoral, y que se comienzan a preparar los equipos ténico-políticos en los principales partidos políticos en la elaboración de sus plataformas, programas y planes; ahora que se develan nuevos intereses y espectativas; ahora que el conflicto armado interno terminó; ahora es tiempo de lograr aquel noble paradigma que se ha encarnado en la Constitución, que no es fácil pero que es necesario. Ahora es el momento de poner una pica en Flandes, y conmemorar con efectivismo la actualidad del desiderata político trazado en 1979.