Los partidos políticos son necesarios e indispensables para la sociedad moderna. Eso es una verdad de Perogrullo; y justamente la diversidad de opciones ideológicas contribuye a lograr un mayor dinamismo en el sistema político. Los partidos políticos son entidades asociativas que persiguen el acceso al poder político del Estado, para implementar, desde ahí, diversas iniciativas que responden a un programa y a una visión ideológica determinada. En el caso específico de El Salvador, los partidos políticos tienen una connotación muy especial y particular, y es que su finalidad y función se encuentran elevados al rango de norma constitucional, por supuesto por un contexto innegable: la guerra civil salvadoreña. Ante la posibilidad existente en el momento de discusión y aprobación de la actual Constitución, en el sentido que el FMLN -entonces fuerza guerrillera- pudiera lograr una toma del poder por vía armada, la Asamblea Constituyente -que presidió el mayor Roberto D'aubuisson Arrieta- estableció el inciso segundo del artículo 85 de la Constitución, el cual, careciendo de antecedentes históricos nacionales, dice textualmente de la siguiente manera:
"El sistema político es pluralista y se expresa por medio de lospartidos políticos, que son el único instrumento para el ejercicio dela representación del pueblo dentro del Gobierno."
"El sistema político es pluralista y se expresa por medio de lospartidos políticos, que son el único instrumento para el ejercicio dela representación del pueblo dentro del Gobierno."
Hay muchas maneras de entender e interpretar el proceso de negociación y los Acuerdos de Paz, pero lo que no puede obviarse es que justamente dicho proceso implicó la legitimación de la Constitución por parte del FMLN, su incorporación al sistema constitucional y asumir las reglas del juego: en fin, el abandono de la vía armada. El 16 de enero de 1992, mientras en el Castillo de Chapultepec se firmaban los memorables Acuerdos, en El Salvador, el alcance del inciso segundo del artículo 85 de la Constitución mutaba: ya no era una norma con simple intencionalidad de evitar el ascenso al poder del Estado por la vía no-electoral; a partir de ese momento, tal norma logró un significado mucho más pleno; cambiándose el contexto de guerra, esa norma exponía todas sus consecuencias.
Pero ¿qué significa, hoy, ser partido político en el marco de la Constitución salvadoreña? Significa, ni más ni menos, ser un instrumento para el ejercicio de la representación; de tal suerte que los partidos políticos no son fines en sí mismos, muy por el contrario, son vehículos, canales por medio de los cuales el pueblo busca ser representado en el gobierno. En ese sentido la Constitución salvadoreña recoge la doctrina -compartida por Montesquieu y Tocqueville- de los cuerpos intermedios. Esta doctrina, en realidad, es un derivado inmediato de la democracia representativa, donde -como apunta el profesor brasileño Ivo Dantas- el individuo aislado ejerce ninguna o casi ninguna influencia en el mecanismo de gobierno, viéndose, por tanto, en la necesidad de actuar colectivamente conforme a sus afinidades políticas. Sin embargo, el modelo constitucional salvadoreño es, en este punto, poco congruente. Y la disposición del inciso segundo del artículo 85 de la Constitución, que reconoce la naturaleza instrumental de los partidos políticos, debe analizarse conjuntamente con otras dos disposiciones: los artículos 125 y 151 de la Constitución. El primero de ellos dispone que los Diputados no están sujetos a mandato imperativo, y el segundo obliga a cualquier candidato presidencial a estar inscrito en un partido político.
El mandato imperativo consiste en la representación mecánica y obligatoria de la opinión de los representados, de manera que el mandatario carece de márgenes de apreciación y de acción, pudiendo hacer sólo aquello que le es expresamente mandado, y sin posibilidad de alejarse de esa opción. El hecho que los Diputados no estén sujetos a mandato imperativo, por previsión constitucional, supone por lo tanto que ejercen su representatividad de manera libre, precisamente porque son representantes del pueblo, y no de los partidos políticos que los han candidateado. La compra de voluntades parlamentarias, y la ocultación de éstas en la prohibición de mandato imperativo es una muestra de una ética corrupta, que de ninguna manera resta valor a la verdadera esencia de la libertad que debe gozar el Diputado en el cumplimiento de su representación. Justamente, la prohibición del mandato imperativo es una consecuencia inmanente al rol instrumental que la Constitución asigna a los partidos políticos.
Resulta contradictorio, una vez analizado lo anterior, que la misma Constitución que otorga una representatividad libre al Diputado, le exija a cualquier persona que para ser candidato presidencial deba ser miembro de un partido político. No cabe duda que como cualquier norma jurídica, ésta debe ser interpretada dentro de la sistemática constitucional, buscando un equilibrio entre todas las normas constitucionales, sin hacer prevalecer una sobre otra. En ese sentido debe notarse que se trata de un requisito para ser elegido Presidente de la República, y no es un requisito constitucionalmente exigible para ejercer la presidencia. Además, conforme a lo señalado en el artículo 153 de la Constitución, ese requisito es igualmente exigible para ser elegido como Vicepresidente de la República, y para ser nombrado como Designado a la Presidencia, es decir, a todos aquellos que en una situación normal integran la línea de sucesión presidencial, y que por tanto eventualmente sustituirán al Presidente en el ejercicio de sus funciones, cuando éste se encuentre en ausencia, dentro del respectivo período presidencial.
En adición a lo anterior, debe tenerse presente que conforme con el artículo 150 de la Constitución, la integración del Órgano Ejecutivo la hacen el Presidente y Vicepresidente de la República, así como los Ministros y Viceministro de Estado, y sus funcionarios dependientes, y precisamente respecto de todos estos últimos (Ministros y Viceministros de Estado, y sus funcionarios dependientes) no se exige constitucionalmente ningún tipo de afiliación partidaria, y es el Presidente de la República quien, conforme al artículo 162 de la Constitución, libremente nombra, remueve, acepta renuncias y concede licencias a los Ministros y Viceministros de Estado, justamente aquellos quienes deberán refrendar sus actuaciones para que tengan fuerza legal, según lo dispone el artículo 163 de la Constitución salvadoreña. Lo que puede extraerse de conclusión inicial es que el Órgano Ejecutivo, para su adecuado funcionamiento, como está diseñado e integrado en la Constitución, no requiere ligámenes partidarios; puede tenerlos, pero no son uno de sus requisitos jurídicamente exigibles.
La exigibilidad de afiliación a un partido político para ser candidato a la Presidencia de la República (y a la Vicepresidencia, así como a las Designaturas Presidenciales) es una norma de excepción, y como tal debería tener una fundamentación razonable que justifique su carácter excepcional. El máximo jerarca del Órgano Ejecutivo no puede ser elegido (ni sus eventuales sucesores) si no está inscrito en un partido político; pero tal requisito no es exigible para el ejercicio del cargo, ni para los otros funcionarios que integran al Órgano Ejecutivo, por lo que evidentemente tal exigibilidad carece de un sentido o fundamento razonable que la justifique. La irrazonabilidad de la exigencia se abulta cuando se recuerda que conforme a la misma Constitución los partidos políticos son meramente instrumentales de la representación del pueblo en el gobierno, y el Órgano Ejecutivo es un órgano de gobierno cuya naturaleza es ser no-representativo. Una vez que el Presidente de la República toma posesión de su cargo, se convierte en el Jefe del Gobierno y en el Jefe del Estado, y por lo tanto su mandato trasciende de sus simpatizantes, hasta alcanzar a la sociedad en su conjunto.
Los partidos políticos son asociaciones que persiguen fines políticos; como tal, su norma constitucional genérica, como la de los sindicatos y la de cualquier otra organización asociativa, se encuentra en el artículo 7 de la Constitución, que garantiza la libertad de asociación, de manera que como indica su inciso segundo, ninguna persona puede ser impedida del ejercicio de una actividad lícita, por el hecho de no pertenecer a una asociación. Evidentemente esta valiosa disposición constitucional es contrastada negativamente por la disposición del artículo 151 de la Constitución. Ni el más enconado prestidigitador podría ocultar esa contradicción. Pretender afirmar que existe un equilibrio sinalagmático entre ambas disposiciones, entendiendo que la última es excepción válida de la primera, es un devaluado eufemismo, toda vez que la razonabilidad de la exigencia contenida en el artículo 151 de la Constitución es de dudosa existencia. La contradicción intraconstitucional que se ha advertido se hace más notoria al revisar el artículo 23.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que luego de disponer el derecho de toda persona de votar y ser elegida, dispone que sólo son admisibles las regulaciones sustentadas sobre la base de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena penal por juez competente. En adición a ello, es cierto que son admisibles limitaciones a los derechos derivados de las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática (Artículo 32.2 Convención Americana sobre Derechos Humanos), pero, vale preguntarse, ¿en qué se perjudica una sociedad democrática si un candidato presidencial no es miembro de un partido político, sobretodo cuando constitucionalmente dicha pertenencia no es requisito para el ejercicio del cargo, y cuando los partidos políticos, en muchas ocasiones, para seleccionar a sus candidatos presidenciales buscan afinidades ideológico-políticas pre-existentes, así como el grado de popularidad que posee y puede incrementar tras de sí el candidato, con independencia de su membresía partidaria, la que en muchas ocasiones se satisface con un acto meramente formal de inscripción.Es indudable que en la dinámica del gobierno los partidos políticos son actores centrales, como es igualmente indudable que entre los miembros de los órganos políticos (el Órgano Legislativo y el Órgano Ejecutivo) y los partidos políticos hay siempre vínculos importantes y vasos comunicantes.
El mandato imperativo consiste en la representación mecánica y obligatoria de la opinión de los representados, de manera que el mandatario carece de márgenes de apreciación y de acción, pudiendo hacer sólo aquello que le es expresamente mandado, y sin posibilidad de alejarse de esa opción. El hecho que los Diputados no estén sujetos a mandato imperativo, por previsión constitucional, supone por lo tanto que ejercen su representatividad de manera libre, precisamente porque son representantes del pueblo, y no de los partidos políticos que los han candidateado. La compra de voluntades parlamentarias, y la ocultación de éstas en la prohibición de mandato imperativo es una muestra de una ética corrupta, que de ninguna manera resta valor a la verdadera esencia de la libertad que debe gozar el Diputado en el cumplimiento de su representación. Justamente, la prohibición del mandato imperativo es una consecuencia inmanente al rol instrumental que la Constitución asigna a los partidos políticos.
Resulta contradictorio, una vez analizado lo anterior, que la misma Constitución que otorga una representatividad libre al Diputado, le exija a cualquier persona que para ser candidato presidencial deba ser miembro de un partido político. No cabe duda que como cualquier norma jurídica, ésta debe ser interpretada dentro de la sistemática constitucional, buscando un equilibrio entre todas las normas constitucionales, sin hacer prevalecer una sobre otra. En ese sentido debe notarse que se trata de un requisito para ser elegido Presidente de la República, y no es un requisito constitucionalmente exigible para ejercer la presidencia. Además, conforme a lo señalado en el artículo 153 de la Constitución, ese requisito es igualmente exigible para ser elegido como Vicepresidente de la República, y para ser nombrado como Designado a la Presidencia, es decir, a todos aquellos que en una situación normal integran la línea de sucesión presidencial, y que por tanto eventualmente sustituirán al Presidente en el ejercicio de sus funciones, cuando éste se encuentre en ausencia, dentro del respectivo período presidencial.
En adición a lo anterior, debe tenerse presente que conforme con el artículo 150 de la Constitución, la integración del Órgano Ejecutivo la hacen el Presidente y Vicepresidente de la República, así como los Ministros y Viceministro de Estado, y sus funcionarios dependientes, y precisamente respecto de todos estos últimos (Ministros y Viceministros de Estado, y sus funcionarios dependientes) no se exige constitucionalmente ningún tipo de afiliación partidaria, y es el Presidente de la República quien, conforme al artículo 162 de la Constitución, libremente nombra, remueve, acepta renuncias y concede licencias a los Ministros y Viceministros de Estado, justamente aquellos quienes deberán refrendar sus actuaciones para que tengan fuerza legal, según lo dispone el artículo 163 de la Constitución salvadoreña. Lo que puede extraerse de conclusión inicial es que el Órgano Ejecutivo, para su adecuado funcionamiento, como está diseñado e integrado en la Constitución, no requiere ligámenes partidarios; puede tenerlos, pero no son uno de sus requisitos jurídicamente exigibles.
La exigibilidad de afiliación a un partido político para ser candidato a la Presidencia de la República (y a la Vicepresidencia, así como a las Designaturas Presidenciales) es una norma de excepción, y como tal debería tener una fundamentación razonable que justifique su carácter excepcional. El máximo jerarca del Órgano Ejecutivo no puede ser elegido (ni sus eventuales sucesores) si no está inscrito en un partido político; pero tal requisito no es exigible para el ejercicio del cargo, ni para los otros funcionarios que integran al Órgano Ejecutivo, por lo que evidentemente tal exigibilidad carece de un sentido o fundamento razonable que la justifique. La irrazonabilidad de la exigencia se abulta cuando se recuerda que conforme a la misma Constitución los partidos políticos son meramente instrumentales de la representación del pueblo en el gobierno, y el Órgano Ejecutivo es un órgano de gobierno cuya naturaleza es ser no-representativo. Una vez que el Presidente de la República toma posesión de su cargo, se convierte en el Jefe del Gobierno y en el Jefe del Estado, y por lo tanto su mandato trasciende de sus simpatizantes, hasta alcanzar a la sociedad en su conjunto.
Los partidos políticos son asociaciones que persiguen fines políticos; como tal, su norma constitucional genérica, como la de los sindicatos y la de cualquier otra organización asociativa, se encuentra en el artículo 7 de la Constitución, que garantiza la libertad de asociación, de manera que como indica su inciso segundo, ninguna persona puede ser impedida del ejercicio de una actividad lícita, por el hecho de no pertenecer a una asociación. Evidentemente esta valiosa disposición constitucional es contrastada negativamente por la disposición del artículo 151 de la Constitución. Ni el más enconado prestidigitador podría ocultar esa contradicción. Pretender afirmar que existe un equilibrio sinalagmático entre ambas disposiciones, entendiendo que la última es excepción válida de la primera, es un devaluado eufemismo, toda vez que la razonabilidad de la exigencia contenida en el artículo 151 de la Constitución es de dudosa existencia. La contradicción intraconstitucional que se ha advertido se hace más notoria al revisar el artículo 23.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que luego de disponer el derecho de toda persona de votar y ser elegida, dispone que sólo son admisibles las regulaciones sustentadas sobre la base de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena penal por juez competente. En adición a ello, es cierto que son admisibles limitaciones a los derechos derivados de las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática (Artículo 32.2 Convención Americana sobre Derechos Humanos), pero, vale preguntarse, ¿en qué se perjudica una sociedad democrática si un candidato presidencial no es miembro de un partido político, sobretodo cuando constitucionalmente dicha pertenencia no es requisito para el ejercicio del cargo, y cuando los partidos políticos, en muchas ocasiones, para seleccionar a sus candidatos presidenciales buscan afinidades ideológico-políticas pre-existentes, así como el grado de popularidad que posee y puede incrementar tras de sí el candidato, con independencia de su membresía partidaria, la que en muchas ocasiones se satisface con un acto meramente formal de inscripción.Es indudable que en la dinámica del gobierno los partidos políticos son actores centrales, como es igualmente indudable que entre los miembros de los órganos políticos (el Órgano Legislativo y el Órgano Ejecutivo) y los partidos políticos hay siempre vínculos importantes y vasos comunicantes.
Desde esa perspectiva es muy claro que un Presidente de la República, para tener un escenario de gobernabilidad, necesitará siempre buenas relaciones con los diferentes grupos parlamentarios, incluyendo al grupo del partido político que lo promovió; pero el Presidente de la República, desde el instante que toma posesión del cargo, adquiere un poder político que emana de la Constitución y no de su afiliación partidaria; es más, el desempeño de su cargo le obliga a ver los problemas con ojos socialmente multiabarcativos y con una perspectiva de Estado, donde tendrá que reconocer, por ejemplo, que los sectores empresariales (de cualquier tamaño, afines o contrarios al partido político que lo impulsó) son factores determinantes para garantizar el derecho al trabajo de la población, y que cada miembro integrante de la población (afín o no al partido político que lo impulsó) tiene igualmente el derecho a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, y en esa dialéctica, adoptar decisiones que permitan lograr un equilibrio de máximos beneficios para la colectividad.La eliminación del requisito de la membresía partidaria aludida debería ser una reforma constitucional de lege ferenda; recientemente se ha presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos un caso que analiza, precisamente, este tema. Se trata del caso del ex Canciller Mexicano, Jorge Castañeda Guttman. Si eventualmente hay una decisión sobre el fondo, el Estado de El Salvador deberá estar pendiente de esa decisión (que se espera sea tomada este año), para ajustar su derecho interno al estándar internacional. Y aunque no lo hubiera, abrir el debate para una eventual reforma constitucional sobre ese ámbito, que limita el ejercicio libre de los derechos políticos, siempre será una buena manera de oxigenación de la dinámica jurídico-política nacional.